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Gato Pérez, músico único que solo pudo darse en una Barcelona que ya no existe

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Gato Pérez. Foto: cortesía de Picab.

Gato Pérez. Foto: cortesía de Picab.

La rumba catalana es la música propia, característica y original de la Barcelona urbana. Ha nacido de una comunidad marginada pero netamente barcelonesa y muy arraigada y posee un sello atractivísimo, entre gitano, flamenco y centroamericano, que no se puede comparar con nada conocido. (Gato Pérez).

Sóc un argentí, sóc un fill de puta. (Gato Pérez).

Dijo Picasso aquello de que los grandes artistas copian, pero los genios directamente roban. El Gato Pérez se situó en una categoría intermedia. Él, con mucho respeto y educación, pidió prestado. Y los gitanos catalanes, con gentileza, correspondieron. Así fue el primer acercamiento del hombre blanco a la música más genuina de Cataluña: la rumba. Detrás de él vinieron muchos, pero el Gran Gato fue el pionero en introducirse en un mundo que por cuestiones raciales le era ajeno. Sin embargo, aunque ha recibido sus justos homenajes y reconocimientos, nunca ha sido Xavier Patricio Pérez Álvarez un músico muy recordado o, mejor dicho, porque muchos nunca le olvidan, alguien cuyo testigo haya pasado a las nuevas generaciones.

Pero la cuestión es preguntarse qué llevó a este hombre menudo llegado de Buenos Aires, de cara redondita y por ello apodado «El Gato», a investigar la música local barcelonesa. Si seguimos la biografía que de él escribió Marcos Ordóñez y la película que sobre su leyenda filmó Ventura Pons, encontramos varias pistas.

En primer lugar, suponemos que pesarían sus dificultades para pertenecer a alguna parte. Sus abuelos paternos eran de Asturias y La Rioja; los maternos, de León y Burgos, pero él estaba en Argentina. Le pasó como a muchas familias en aquellos años tremendos. Su padre era el hijo del propietario de una flotilla de taxis que alquilaba en Madrid al cuerpo diplomático. Empezada la guerra, tuvo que huir a Barcelona, donde trabajó en una fábrica aeronáutica dirigida por rusos y de ahí pasó a los campos de refugiados del sur de Francia, donde cogió tuberculosis y regresó de milagro, reclamado por la familia, de derechas de toda la vida. Aunque en 1948, recuperado, cogió los bártulos y, el que sería el padre del Gato, partió a Buenos Aires. Allí este hombre conoció a la que sería madre del artista, una pianista que tuvo que abandonar su carrera por las deudas familiares.

El niño llegó prematuro y por cesárea, de modo que fue un hijo único mimado y sobreprotegido. Creció en un barrio de clase media en la capital argentina. Entonces casi un paraíso. Como en aquellos años, los sesenta y principios de los setenta, los argentinos no han vuelto a vivir jamás. El caso es que al Gato, por si acaso no albergase pocas dudas sobre su identidad, le llevaron al colegio inglés y en el libro de Ordóñez dejó claro que aquello no le gustó, demostrando prematuramente que lo suyo era la bohemia.

El horror. Un mundo rígido, cerrado, clasista, una fábrica de futuros dirigentes y empresarios. Muchos de mis compañeros de entonces son hoy presidentes de compañías o han hecho carrera política: gente importante que ya desde pequeños no había quien aguantase. Siempre hablando del dinero de sus padres, del último modelo de coche que acababan de comprarse. Fui un pésimo alumno: no me gustaba el ambiente ni los profesores ni los chicos.

Por eso se dedicó a hacer novillos y a buscar algo que conocemos bien los que hemos vivido cerca de colegios religiosos:

… tontear con las chicas de la Iglesia Evangélica, que a la salida de los servicios religiosos, libres de la estricta moral que allí imperaba, se convertían en verdaderas fieras, capaces de comernos vivos, peores que nosotros.

Sus primeros contactos con la música le llegaron junto a su abuelo. Juntos escuchaban en la radio. Pero fue un radioteatro, La familia Rampullet, lo que más les unía por la risa, afinando su sentido del humor del que carecía su padre, hombre rígido. Curiosamente, el personaje protagonista de este serial era un catalán, Jaime Rampullet.

Y por ese mismo aparato brotó poco después una especie de epifanía generacional, el «Rock around the clock» de Bill Haley y sus Comets. Xavier Patricio, fascinado por ese nuevo sonido, tocó en la fiesta de final de curso de su colegio «Claudette» y «Wake up little Susie» de los muy queridos en esta casa Everly Brothers.

De aquella educación temprana en el rock and roll, Gato Pérez obtuvo valiosas lecciones. Sobre todo cuando comparaba con España, un país al que todas las tendencias que menearon la segunda mitad del siglo XX en todo el mundo llegaron tarde hasta más o menos finales de los setenta.

La llegada del rock a la Argentina generó una serie de cosas que luego eché terriblemente de menos en España, algo muy parecido a leer los clásicos a su debido tiempo y en su versión original, en vez de acceder a ellos con retraso, a través de malas traducciones o copias abaratadas. Los músicos argentinos aprendieron a tocar mucho antes, quemaron etapas, los mimetismos acabaron a su debido tiempo, e incluso resultaron positivos y estimulantes personajes como Johnny Tedesco, un cruce porteño entre Elvis y Phil Everly.

Aunque el Gato, antes de partir para Barcelona obligado por la decisión de su padre —se escondió en el WC y dijo que no saldría nunca cuando se lo dijeron—, ya había integrado en Buenos Aires un grupo de música pampera tradicional, Los Baguales, cuando llegó a España siguió con el rock de Los Salvajes y Los Cheyennes. Una especie de Stones y Beatles locales que le animaron a meterse entre pecho y espalda muchas horas de encierro practicando con el instrumento, porque como a todos los recién llegados, le costó hacer amigos.

Cuando ya comenzó a integrarse eran los años de la Barcelona mod. Con un amplio circuito de salas de conciertos que se vino abajo cuando alguien, cuenta Marcos Ordóñez, debió considerar que la música en vivo hacía peligrar el orden público. El primer grupo del Gato del que se tiene noticia por aquellos años de invasión soul en la Ciudad Condal fue Revelación Mesmérica, con Rafael Zaragoza, que luego se llamó Nosaltres y finalmente Pérez y Zaragoza, a lo Simon & Garfunkel, aunque más bien parecían una pareja de la Guardia Civil con ese apelativo. El éxito fue equivalente.

No le quedó otra que encontrar curro. Se inició en el oficio de mayordomo, nada menos. No por sus modales ni belleza, sino por tener un inglés perfecto. Sacando a pasear el perro del señor, vio llegar los años de la oleada progresiva. Con Máquina en Barcelona, Cerebrum en Madrid y Smash en Sevilla, o los Canarios del célebre Teddy Bautista, aún en plena transición del soul a las canciones no precisamente breves. Sin embargo, el asesinato de Melitón Manzanas evaporó todo atisbo de resurgir cultural en la ciudad y la policía volvió por sus fueros. Según Ordóñez, tras esta embestida del régimen, muchos decidieron cortarse el pelo y hacerse oficinistas. El Gato no, él continuó.

Su siguiente proyecto fue Sloblo, un intento de emular a los Flying Burrito Brothers, el nuevo camino emprendido por Dylan y the next big thing, el nuevo country rock americano de grupos como Riders of the Purple Sage o Area Code 615. Tras un par de formaciones disueltas y un intento de alcanzar el éxito con una propuesta netamente comercial, a la escena progresiva que se había gestado en la sala Zeleste el Gato aportó su combo Secta Sónica. Un proyecto que puso en marcha más que nada para entretenerse, pues ahora su trabajo en el sello Zeleste/Edigsa le tenía confinado en los despachos.

Tenía muy claro, eso sí, que lo de cantar en inglés era una majadería y que no tenía ningún sentido contar historias de surfers o de chicos que esperan el sonido de la campana de la clase para correr a reunirse con su chica, así que Secta Sónica se convirtió en un compás de espera para no perder comba.

No fue nada muy exportable lo registrado en los dos discos que grabaron Secta Sónica, un poco más de «música para músicos» como lo llama, con indulgencia, el autor de la biografía. Hasta que un día el Gato se dejó caer por las Fiestas de Gracia, el barrio de los gitanos de Barcelona por antonomasia, y la escena le dejó pasmado. La calle cortada, dos guitarras, un grupo de palmeros que no dejaba de crecer en número, las mujeres y las niñas bailando y una fiesta que empezó a las diez de la noche pero que nadie recuerda cuándo acabó. Se hizo la luz. El Gato abrió los ojos, o las orejas mejor dicho.

Si los yanquis tienen el rock y los negros el blues, si los andaluces tienen el flamenco y los jamaicanos el reggae, si los cubanos tienen el son y los colombianos la cumbia, el ritmo por excelencia de Barcelona es la rumba.

El capítulo IV de la biografía del Gato de Marcos Ordóñez es el más interesante. Explica, con profusión de citas, de dónde y cómo pudo llegar la rumba a Barcelona. Música originaria de la población negra y humilde de Cuba, puede que con algún «injerto de savia andaluza» en su origen, creció con el florecimiento de las orquestas habaneras de los años treinta, que tenían en la Barcelona de antes de la guerra una parada habitual en sus giras. ¿Y quién no se perdía esos conciertos? Los gitanos.

Foto: Cortesía de Picap.

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La conexión de los músicos cubanos con los gitanos, y los mencionados de Barcelona eran de nivel aristocrático y adinerado, no hubo que forzarla. Después de los conciertos, se iban de juerga a sus casas y así se fecundó el barrio. En 1956, el Tío Polla inventó «el ventilador o batidora» para tocar la guitarra, un raspado alternado con percusión sobre la caja del instrumento. L´onclu González, o Tío Polla, era el padre de Antonio «el Pescaílla». Juntos, padre e hijo explotaron este estilo en fiestas y saraos en los que tenían que tocar hasta que les temblaban las canillas de agotamiento y alguna que otra cosa más. Dicen que si la rumba catalana no explotó en ese momento fue porque el Pescaílla se casó con Lola Flores y supo, muy discretamente, permanecer a la sombra de la carrera de su esposa. Solo cuando Peret llevó el género a los medios comerciales el estilo salió del gueto y pudo ser situado en el mapa.

La rumba es música de gueto, cierto, y sus fiestas se organizan de puertas adentro, pero el tan cacareado racismo contra los payos es un cuento chino. Ellos valoran el sentido del ritmo por encima de cualquier otra cosa: si el payo no es «gallego», es decir, si tiene compás, de algún modo está hablando su misma lengua. Y es aceptado. El problema se plantea a la inversa: pocos payos pueden seguir la marcha gitana, y yo mismo he tenido que dejar de frecuentarles por motivos de salud.

De esta manera, en la crisis que sufren los que se aproximan a la treintena, casado y con dos hijas, con todo lo que había sido la sala Zeleste destruido a martillazos por las criaturas moldeadas por la cosecha del 77, el Gato vendió su bajo, se compró una guitarra y se puso a tocar rumba encerrado en casa como un poseso. Según declaró, cantar en inglés nunca lo iba a hacer. Y el español carece de tantos monosílabos como tiene el inglés. Siempre tenía que subdividir el ritmo, decía. Hasta que con la rumba por fin pudo endosar alejandrinos y contar, con ellos, todo lo que tenía alrededor. Algo que, con toda humildad, es un detalle exigirle a la música popular: que el solista no renuncie a comunicarse con su público. El Gato, en este sentido, solo quería contar en tres minutos las cosas que le pasaban. Tanto y tan poco.

Carabruta es el primer LP que facturó por fin como Gato Pérez. Grabado en poco más de una semana entre nubes de hachís. El nombre es el adjetivo que hace referencia a la tez que se les pone a los músicos cuando tocan puestos hasta las cartolas. Cuando terminó de grabarlo, el Gato pensaba que había perpetrado una boutade de padre y muy señor mío. Cuenta que estuvo encerrado en casa varias semanas sin querer ver a nadie, pero en un principio solo un diario andaluz puso el grito en el cielo.

La rumba flamenca es oriunda de Andalucía, y todo lo que se quiera hacer tratando de adaptarla a otras latitudes resulta verdaderamente grotesco. Y esto es lo que ha sucedido con Carabruta, disco interpretado por un artista hispanoamericano que se hace llamar Gato Pérez. Que hagan cosas de este tipo los catalanes, pase, pero que los extranjeros vengan a hacerse los graciosos a costa de nuestra idiosincrasia no se debe permitir.

El disco, sin embargo, por el boca a oreja, fue dejándose querer. La ciudad, por otro lado, no era la misma. Fueron los años mitificados de la Barcelona anárquica de finales de los setenta. El Gato ya andaba de retirada, se había hecho con un negocio de vender paellas a los domingueros en Sant Juliá de Villatorta, pero oliendo a grasilla tuvo que bajarse de nuevo a la noche en la gran ciudad creyendo que las masas le reclamaban.

En principio, la cosa quedó en tablas. Hubo un gran cartel junto a los Amaya y Peret en el recital «Llegó la rumba», pero los modernos no estaban para esos líos y los gitanos no se lo terminaban de creer, de modo que, en conclusión: no fue ni el Tato al concierto. Fracaso. Una apendicitis hizo el resto y Xavier Patricio volvió a recluirse, pero con las canciones para un extraordinario segundo disco en la buchaca: Romesco.

En ese plástico estaba el éxito que más lejos llegó de toda su carrera, hasta el punto de aborrecerlo, «El ventilador», pero el LP era una colección de hits hasta el final, donde concluye con una de las canciones gatunas que a mí particularmente más me gustan: «Tiene sabor».

Entre medias estaban joyitas como «El sabio», una versión de Tito Rodríguez en la que se desahogaba con su gran rival entonces, Tito Puente, al que satirizaba. Una canción que luego ha cantado mucho Héctor Lavoe, porque es una letra escandalosamente buena incluso fuera del contexto de la competencia a cara de perro entre los puertorriqueños del Palladium Ballroom de Nueva York.

Déjate de tanto alarde
y vive la realidad
ay pues por más que tú trates
el mundo no cambiará.
Yo sé que te dicen sabio
Sabio, sabio tú serás
pero con tanta sabiduría
y tú no tienes felicidad.
Tú, tú, tú, si no tienes felicidad
De sabio no tienes ná.

Bombazo seguido justo después por «Los reyes de la fiesta», que como apunta lafonoteca.net es un homenaje a todos aquellos a «los que la sapiencia les llega a través de la humildad».

Los conversadores, los reyes de la fiesta,
los de la charla amena, interesante y cordial
departen los domingos discutiendo la semana
en un derroche ingente de saber y de humildad
Son la gente sabia, todo el mundo les escucha
y entresacan experiencias de su conversación
explicando mil historias ingeniosas y ocurrentes
abordan cualquier tema con total autoridad
Los conversadores en su vida han leído un libro
y todo lo que saben, lo saben enseñar
su cálida palabra millonaria en aventuras
luce y vivifica y qué agradable es de escuchar
Los buenos bebedores, la juerga permanente
afinados con el cosmos, siempre saben dónde están
ponlos en la medida de acabarse las botellas
qué guapos que se ponen cuando se ponen a hablar
Y dicen que tal cosa y dicen que tal otra
y demuestran con testigos que todo ello es verdad
han vivido lo que cuentan y disfrutan reviviendo
con anécdotas sin luz tras su universo en libertad
Los buenos bebedores, la gente más serena
celebran que están vivos por la mañana al despertar
en equilibrios tales se resbalan todo el día
esas dosis de alegría nunca pueden hacer mal

El disco fue un disparo, consiguió por fin buenas críticas y llegó a ser nombrado Disco Español del Año 1979. El Gato pudo firmar un contrato con EMI, la multinacional, para cinco años y cuando todo parecía que no podía marchar mejor, llegaron dos desgracias: el público catalán dijo que se había vendido, por un lado, y Barcelona se apagó y todos los medios centraron su atención en la incipiente Movida madrileña. La innombrable, como dicen algunos. Si Morfi Grei dijo aquí que los ochenta se le atragantaron a la Banda Trapera por ser «demasiado heavy para los punks, y demasiado punk para los heavys», Ordóñez tiene otra de estas para el Gato en esa época: «demasiado triste para ser bailable y demasiado bailable para ser moderno».

Pese a la adversidad, y tras ser telonero de Bob Marley, el disco Atalaya, en 1981, logró altos niveles de ventas, y no inmerecidos, porque se abría con otro trallazo como «Gitanitos y morenos», en la que el Gato viene a pedir perdón por atreverse un «blanquito» como él a ejecutar música mestiza. También destacables son «Ebrios de soledad» sobre Carles Flavià, un Enrique de Castro catalán, dedicado a proteger y reconducir a adolescentes marginados, y la mítica, y desgraciadamente premonitoria, «Se fuerza la máquina», donde alertaba de las consecuencias de la vida nocturna. Otra letra memorable.

Este género divino, esta música excelente,
que es la música del pueblo con la que baila la gente,
tiene un gran problema, amigos, tiene un serio inconveniente
exige tantas energías que la salud se nos resiente.

Es la rumba y es el tango, son el jazz y el rock’n’roll:
un volcán de sentimientos por donde habla el corazón;
así se gasta adrenalina y se bebe mucho alcohol
para afinar las emociones y acordarse del dolor.

Se fuerza la máquina, de noche y de día
y el cantante con los músicos se juegan la vida.

Si el cantante va cargado casi expresa lo que siente,
si va fresco canta triste y no conecta con la gente
melodías eternas encadenan la armonía
cuando el músico es sincero y toca trozos de su vida.

Se fuerza la máquina, de noche y de día
y el cantante con los músicos se juegan la vida.

Cuando el público se vuelca y se prende a las canciones
una magia misteriosa se apodera del ambiente
música, música, música, música y palabras
que se combinan en un diálogo inédito y profundo.

Se fuerza la máquina, de noche y de día
y el cantante con los músicos se juegan la vida…

Según el Gato, la producción de Ricardo Miralles, arreglista de Serrat, lastró el disco, pues «en lugar de acentuar los componentes pop y las bases rítmicas, las mezclas primaron las melodías, y los arreglos dulcifican cada canción hasta rozar lo empalagoso». En EMI, no obstante, le dijeron que el disco era de aprobado raspado. Entonces se remezclaron las aludidas «Se fuerza la máquina» y «Gitanitos y morenos», que se convirtió en otro hit y logró que el disco vendiera veinticinco mil copias.

Pero habíamos dicho que «Se fuerza la máquina» era premonitoria y lo fue en forma de «cuadro de infarto», con el Gato apunto de morir; «tenía las arterias rellenas», dicen en el documental de Ventura Pons. Su mujer se lo encontró tirado en casa con un pie en el otro barrio. Desde ese día, se acabó el beber y el fumar y, en consecuencia, el ritmo frenético de conciertos. Tras el jamacuco, corrió el rumor de que había muerto. De ahí el nombre de su siguiente LP, Prohibido maltratar a los gatos, donde baja el pie del acelerador y se vuelve, tal vez por esos problemas de salud, un tanto más melancólico.

Y así, pocho y con el mercado empezando a jugar a la contra, el Gato no tuvo mejor idea que sacar un disco íntegro en catalán, Flaires de Barcelunya. Algo que hoy nos parecería de lo más normal, entonces todavía entrañaba ciertos riesgos. Así lo explicó él mismo:

… lanzar un disco en catalán en 1982 equivalía a quedar atrapado en una curiosa paradoja: De cara a la parroquia moderna, inmediatamente eras asimilado al mundo rancio y lloroso de la cançó… mientras que los presuntos consumidores de registros en catalán, en su mayor parte integrados en la cosa nacionalista, no cogían ni con pinzas un disco como Flaires de Barcelunya, que no solo no transmitía consignas, sino que, además, estaba hecho por un declarado colaboracionista.

Fotografía de Gato Pérez en la pared del bar Resolis, Plaça del Raspall, barrio de Gracia. Foto: Carles A. Foguet.

Fotografía de Gato Pérez en la pared del bar Resolis, Plaça del Raspall, barrio de Gracia. Foto: Carles A. Foguet.

Pero no hay que buscarle tres pies al ídem. Como queda claro en la película, el Gato se sentía de Barcelona y catalán, para más señas. Hasta el punto de que se consideraba local importándole bastante poco que alguien pudiera decirle lo contrario. Su amigo Marcelo Covián recuerda: «no era ni un catalán profesional ni un argentino profesional. No hablaba en términos nacionales. Estábamos aquí, nos sentíamos parte, si nos consideraban aparte nos traía sin cuidado». Simple. Además, el propio Ventura Pons quiso dar valor al rango original de forastero del Gato, cuando declaró en La Vanguardia al presentar su cinta: «Ocaña [famoso travesti de Barcelona] era sevillano; Gato era argentino: son dos personajes que nos hicieron entender mejor Barcelona y, curiosamente, ambos eran de fuera». Sus dos hijas, por otro lado, hablan las dos en catalán y recuerdan que su padre lo único que les pidió en la vida no tenía nada que ver con batallitas identitarias, sino que les rogó que por favor que «no fueran pijas». Nada más. Jessica, la mayor, es la que se ha encargado de las reediciones y remasterizaciones que han ido saliendo. Muchas de ellas canciones de gran nivel que nadie quiso comprarle al cantante en los años de decadencia.

En todo caso, el Gato ya había dado sobradas muestras de su interés por cantar en catalán. En todos sus discos caía alguna rumba en ese idioma. «La rumba que neix al carrer, filla de Cuba i d’un gitanet», dejó dicho en «La rumba de Barcelona»; una rumba, por otra parte, que siempre quiso separar de la de Los Chichos o Los Chunguitos, que convertían en tragedias algo que siempre había venido en cofre de alegría.

En el disco en catalán había letras para los trabajadores africanos del Maresme, «Els morenus d´en Martínez», con un «negrero» que existía realmente. Por lo visto, luego estos trabajadores inmigrantes se llevaban todos un disco del Gato debajo del brazo a sus países de origen, así que nadie se asuste si le suena rumba en catalán en un bar de Gambia o Sierra Leona. El protagonista de «L´hereu de Can Bruguera», por otro lado, también existía, y en su caso había dilapidado el patrimonio familiar de jarana en jarana. Escenas costumbristas catalanas, ambas. El LP en cualquier caso no tuvo distribución por parte de EMI, que lo sacó porque estaba obligada por contrato, y el Gato siguió hundiéndose en las listas de ventas, aunque dijo que Flaires de Barcelunya es de sus discos favoritos por la libertad con la que pudo trabajárselo.

Y el catalán todavía tenía que darle una desgracia más. Cuando intentó dar el salto al mercado latino de Estados Unidos, le pidió a EMI, cachondeándose abiertamente, ir a grabar al otro lado del charco: «Papo Luca, piano. Jeff Lorber, on keyboards. Marcus Miller, bajo. Steve Gadd, batería. Guitarras, Mark Knofler y Paco de Lucía. Gato Barbieri al saxo. Ray Barretto al frente de la percusión Sección de viento: Willie Colón, Perico Ortiz, Mario Rivera y Reynaldo Jorge». Y al entregar la nota vino lo más gracioso: le dijeron que sí. Pero cuando ya tenía los billetes de avión comprados:

Imagino que los jerarcas madrileños contemplarían aquella rodaja de plástico negro como el incomprensible producto de un habitante de la más remota galaxia del imperio. Hicieron sus cálculos y decidieron, supongo, que la decisión era demasiado arriesgada.

Resultado de tan tremendo gatillazo fue el disco Música. El Gato perdió la fe en lo que estaba haciendo y en el mercado discográfico, como les ocurre a tantos artistas, que le estaba hundiendo en la miseria. En los conciertos se despedía con un sarcasmo hiriente: «Ahora iros a comprar los discos de U2 y Sting», decía. De todos modos, en este álbum, de la lista de artistas que pidió, sí que le proporcionaron al quizá más interesante, Paco de Lucía. Pero ya en su último disco con EMI, Ke imbenten ellos, directamente se pasó al funk y los sintetizadores poniendo él mismo los clavos de su ataúd artístico.

Agarré el techno por la cola, cuando ya se batía en retirada y los pastizales estaban quemados (…) yo no sabía que en el año 84, los sonidos de un Korf o un Rhodes ya les sonaban a sintonía de telediario al ochenta por ciento de los jovencitos y jovencitas.

Tras firmar la banda sonora de La rubia del bar, de Ventura Pons, por supuesto, y protagonizada por el ínclito Ramoncín, el Gato fichó por un sello independiente donde trató de volver a los caminos que nunca debió abandonar. En los momentos más oscuros de su carrera, Pascual Maragall le encargó una rumba, «Barcelona», para un vídeo de promoción de la candidatura de los Juegos Olímpicos, pero el público realmente no respondía, lo que se traducía a su vez en unas canciones cada vez más oscuras y nostálgicas. Cuando finalmente murió en 1990, Ramón de España se hacía eco precisamente de eso, de que sus discos eran realmente el espejo de su alma:

Las canciones de «Gato» eran trozos de su vida. Cuando escribía «Se fuerza la máquina» estaba explicando los riesgos de la vida de músico, vida de excesos nocturnos para la que hace falta mucho aguante. «Gato» tenía bastante, pero a pesar de eso los médicos le retiraron del alcohol, cosa que, por otra parte, no afectó demasiado a su obra. Sin whisky y con agua mineral, «Gato» seguía siendo el fino narrador de la cotidianeidad que siempre había sido. (La Vanguardia)

Como muchas otras cosas, también había profetizado que no pasaría de los cuarenta y otra vez acertó de lleno, murió con treinta y nueve y medio. Pero a los músicos que quieren serlo sin trampa ni cartón hay que recordarlos siempre.

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